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No, no puedo, tengo una cita.

julio 14, 2010

amets – vagabundo

Solía cerrar la puerta de su habitación, apagar las luces, bajar la persiana y sacar el rollo de papel higiénico del cajón. Enchufaba el ordenador, lo encendía y, mientras esperaba a que se cargase el sistema operativo, se iba quitando la camiseta y los pantalones. Echaba el pestillo, arrojaba al montón de ropa sucia sus dos calcetines. Encendía una vela y movía una silla de madera al costado de su cama. Con cuidado, colocaba el ordenador sobre ella, el papel de culo en la mesita de noche. Enchufaba un extremo de los cascos a la salida de audio de su máquina y los auriculares en sus orejas. Encendía una larga y roja vela que ya había derretido y derramado mucha de su cera sobre un platillo de cristal.

La luz de la pequeña llama iluminaba la franja de su rostro en la que se acotaban sus ojos, muy abiertos, con las pupilas completamente dilatas por la poca luminosidad. Creía él que, de esa manera, el efecto del visionado sería más directo, cómo si el flujo de imágenes fuese a ser mayor con la apertura ocular adecuada, como si, las pupilas fueran el túnel directo a su cerebro, a sus recuerdos, a sus emociones, a sus sueños.

A sus mentiras.

Guardaba completo silencio por unos momentos para comprobar que no había nadie en casa. Agudizaba el oído durante el proceso, en busca de una puerta cerrándose o unas pisadas señalando el peligro. Aquello sólo funcionaba en la más completa soledad. Había un ritual, unas reglas que había que cumplir para que el efecto fuera el deseado.

Click en la carpeta. Aquel era su universo. Se giraba hacia la pantalla y acomodaba su postura. La flecha hacia la izquierda de la tecla estaba ya gastada, apenas se podía ver, apenas se adivinaba su dirección. De tanto dar, de… tanto digitar. Teclas, teclas de madera. Teclas afiladas, como un lápiz sin grafito, con un hueco que, si tratabas de usarlo sobre el papel, sólo producía un desagradable chirrido. Su universo de .jpgs y .avis.

PLAY

Aumentaba la ventana a pantalla completa. Una pared color salmón detrás de un sofá a cuadros azules y amarillos. Sobre él una bolsa de alguna tienda barata, una sudadera negra y una vieja sábana blanca y arrugada que probablemente se usaba para cubrir el mueble. Ella, sentada en el suelo, con los brazo alrededor de las piernas, cantaba una canción triste. Se balanceaba de atrás a adelante, hacia la pantalla. Él la tocaba a través de los pixeles. Lo había entendido mal, pero ya se lo estaba empezando a creer.

Mientras continuaba la reproducción solía abrir un par de fotografías en las que posaba desnuda pero inanimada. Los dos factores, por separado, no eran eficaces, necesitaba combinarlos para crear la sensación entremezclada de dulzura móvil y fría sensualidad. Recorría sus formas salpicadas por esa voz. Imágenes y sonidos directos a las venas a través de sus ojos. Un pico digital.

Cuando se percataba de que el momento estaba a punto de llegar, con su mano izquierda, desplegaba los menús adecuados hasta llegar a la opción de reproducción continua e indefinida. Después, cortaba un trozo de papel higiénico y se limpiaba. En cuanto recobraba el aliento sentía nauseas, siempre, y, de repente, todo aquel collage de imágenes no le producían más que un profundo asco. Nausea. Las cerraba, rápidamente, sin haberse puesto aún los pantalones. Bajaba la pantalla del ordenador y buscaba apresuradamente un pitillo en el paquete que guardaba en el cajón de la mesilla. Se lo ponía en la boca y acercaba la cara a la vela roja para encendérselo. Daba una calada, se humedecía las yemas de los dedos índice y pulgar y apagaba la llama. Daba otra calada y se miraba la mano, con sus dos dedos ennegrecidos, se miraba la mano sin opinar nada al respecto. Exhalaba humo hacia el techo, sin ninguna opinión formada sobre el asunto. Cruzaba el primer y segundo ortejo de cada pie y estiraba las piernas hasta que las rodillas hacían clac. Daba un golpe al cigarro y las cenizas caían sobre su pecho desnudo. Otro desierto, de cenizas de cigarros y de colillas, de cenizas como las de ella. Los restos de una idea muerta en su cabeza.